Fotos: gentileza de T4F – Beto Landoni
Es simplemente imposible escribir sobre el show que anoche
Paul McCartney brindó en el estadio Único de La Plata, en la segunda parada del
One on one tour en la Argentina, desde la objetividad. No hay forma de
abstraerse, de plasmar o explicar casi tres horas de canciones que atraviesan
varias generaciones. La música es siempre una cuestión emocional, y ese factor
emocional se multiplica exponencialmente cuando el ¿ex? Beatle pone sus setenta
y tres años sobre el escenario.
Apenas pasadas las 21 con su mítico bajo Hoffner colgado,
vestido con sencillez, aparece el hombre que cincuenta años atrás junto a sus
tres amigos de Liverpool dinamitó todo para edificar sobre los escombros este gigantesco circo del
rock & roll. El artista que cinco décadas después está ahí parado listo
para empezar con la tarea, arremetiendo con A hard day’s night ante un público
que ya está rendido a sus pies antes del primer acorde.
Paul la tiene atada, va de menor a mayor, calibrando el
estado de efervescencia del público, sobreponiéndose a una garganta que parecía
no responderle del todo en los primeros momentos. Conoce cada uno de los trucos
aplicables a un show de estas dimensiones y los lleva a la práctica. Gesticula,
intenta dialogar con el público mezclando inglés y español hasta derivar en un
particular acercamiento al spanglish, mientras los presentes festejan
obedientes cada una de sus ocurrencias. Toca, canta, baila. Un hombre que
desmiente con contagiosa energía la edad que marca el implacable calendario.
El set list de treinta y nueve canciones tiene como columna
vertebral al repertorio beatle. McCartney va y viene, salta en el tiempo
acompañado por una banda soberbia que hace sonar actuales a los viejos temas
poniendo todo en un mismo plano sonoro, habilitando el juego de preguntarse
cómo sonarían hoy los cuatros de Liverpool. Hipótesis al margen, el viaje va de
un lado al otro de la carrera del bajista, del lejano principio con The
Quarrymen (In spite of all the danger) al crossover con Rihanna y Kanye West
(FourFiveSeconds) pasando obviamente por Wings y gemas solistas.
Paul McCartney tiene en su haber algunas de las obras más
significativas de la historia de la música popular. Todo lo que pasa durante el
show se conjuga alrededor de la emoción. Esa la clave. Todo está vinculado al
corazón. Son las canciones y todas las cosas que están atadas a ellas. El simple
acto de escucharlas en vivo, interpretadas por su voz, secundado por su grupo o
simplemente armado con una guitarra acústica como en Blackbird o Yesterday, es
subyugante. Un ejercicio conmovedor en los momentos más rockeros y también
cuando los vúmetros se alejan de las zonas de peligro.
Después del un set semi acústico con la banda al frente del
escenario, el recital entra en un sprint final demoledor que tiene varios picos
de tensión. Paul y su ukelele transforman Something en una canción fogón
friendly hasta que la irrupción del solo de guitarra hace estallar todo con la
atenta mirada de George Harrison desde las pantallas. Inmediatamente después, salta
a Ob-La-Di, Ob-La-Da y pone a todos a bailar con ese tema que Lennon odiaba.
Live and let die y Hey jude (el karaoke más grande del universo) son el uno-dos
a la mandíbula. Es triunfo por nocaut. Las luces podrían encenderse y no habría
quejas. Pero McCartney todavía tiene algo más para dar.
Toda la belleza desnuda de Yesterday abre los bises. Siete
excusas más para intentar atrapar el tiempo entre las paredes del estadio. El fin se
abre camino sin escala con los primeros acordes al piano de Golden slumbers,
una vez más la emoción a flor de piel. El medley final de Abbey Road sirve acá
para marcar la despedida, con las gargantas del público enrojecidas coreando
esa frase que sirve como perfecto resumen para explicar tanta devoción hacia un
artista y su música: And in the end, the love you take, Is equal to the love
you make.
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