Queen visitó la República Argentina en febrero de 1981 para
realizar un show en el estadio de Vélez Sarfield el 28 de ese mes como parte de
la gira presentación de The Game. La imagen de su carismático y talentoso vocalista
inundaba las pantallas televisivas de la época. No al ritmo frenético de estos
tiempos, claro está. Pero lo suficiente para llamar la atención de un chico de
cinco años. Primero, antes de la música, de las canciones, de los discos,
Freddie Mercury me cayó bien por una razón muy sencilla.
Mercury portaba en esa época un respetable bigote, como
usaba (y aún usa) mi padre. Con toda mi candidez infantil, en una especie de carácter
transitivo aplicado a la personalidad de la gente, asocié el uso del mostacho
con las cualidades de mi progenitor, de manera tal que todo aquel que se lo
dejara pasaba a contar con mi simpatía casi incondicionalmente.
Así fue como Farrokh Bulsara, nombre de pila del genial Freddie,
se convirtió en mi integrante preferido del cuarteto inglés. De esa misma
manera, a través de esa particular manera de clasificar a la humanidad, Leopoldo
Jacinto Luque, delantero al igual que mi papá e integrante de la selección
argentina campeona del mundo en 1978, también ocupó un lugar en mi ranking de
personalidades favoritas en esos años. Por supuesto, más tarde aprendí que el pelo
entre el límite inferior de la nariz y el labio superior
no era una cualidad exclusiva de los buenos. No hace falta buscar muchos
ejemplos.
Después de aquella impresión inicial positiva, llegaría la
música para darle contenido y profundidad al sentimiento. Las tardes enteras en la casa de mi abuela espiando los vinilos de A night at the opera y News of the
world, el cassette de A day at the races, los acordes de Crazy little thing called love rasgueados con fervor militante y un amor que se impuso a la
ausencia. Dios salve a Bulsara.
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