Para muchos, por no decir la mayoría, marzo tiene algún tipo
de connotación negativa. Y no deja de ser lógico. Se terminan las vacaciones,
se termina el verano, empiezan las clases, la ciudad retorna a su habitual
caos, la vuelta forzosa a la rutina diaria. Así visto no parece tener muchos
alegatos a su favor. Sin ser de los que
miran la mitad del vaso que está llena, desde hace tiempo tengo por este mes un
particular aprecio. Un cariño que se
remonta a mis primeros años de secundaria.
No me malinterpreten. No me gustaba arrancar el colegio y
sin dudas estudiar no entraba en mi lista de actividades favoritos. Pero el hecho de reencontrarme con mis amigos,
porque hay una época en los que los amigos sólo cumplen esa función de marzo a
noviembre, durante el transcurso del ciclo lectivo, me cambiaba la perspectiva
del tedio escolar. Además, y creo que fundamentalmente en esto radica mi
militancia marzista (no confundir con marxista, por favor), di mi primer beso
una noche de viernes, en el tercer mes de 1990.
Ese verano, tuve algo
parecido a un noviazgo con una vecina, de la cual no revelaré el nombre para
preservar su intimidad. Llevábamos saliendo algunas semanas y yo no lograba
encontrar la manera y el lugar oportunos. ¿Qué se supone que tenía que hacer? ¿Pedírselo?
¿Preguntarle sí le gustaría besarme? ¿Sí acaso tenía ganas? Uno cree que tiene
una mínima idea de lo que debe hacerse cuando se llega a esa situación límite.
Conocimiento o seguridad que desaparece al momento de ir a los bifes. Después
de largas cavilaciones, de noches en vela, tomé la decisión de actuar. Y
finalmente lo hice.
Quisiera poder decir que mi actuación fue destacada. Que
tomé su rostro entre mis manos y que ambos supimos al mirarnos que el desenlace
era inevitable, mágico y excitante. Que escribiríamos una página gloriosa en
nuestras respectivas historias. Que convertí un simple beso en algo memorable,
aunque el hecho de ser mi primer beso de todas maneras le haya conferido esa
distinción. Pero no. En honor a la
verdad, fui torpe y poco galante, comportamiento que (salvo honrosas
excepciones) repetí en casi todos los primeros besos que le siguieron.
Me abalance sobre ella sin previo aviso, en la puerta de
entrada del edificio donde yo vivía. Como esos leones que vemos saltar sobre su
presa en Discoverý Channel, pero sin la gracia y la cámara lenta. La arrinconé
y pegué mi boca a la suya sin saber muy bien qué es lo que debería hacer una
vez propiciado el contacto. Movimos nuestras cabezas de un lado al otro, casi
como en las novelas. No hubo exploraciones odontológicas, ni lenguas en
contacto. Fue más como un pico en continuado. Un pequeño paso para la humanidad,
pero un enorme salto para un adolescente de catorce años.
Ahora, veinticuatro años después casi exactos, puesto a
rememorar aquella proeza, entiendo que probablemente la mejor opción a la hora
de ponerle banda sonora a la hazaña, como si se tratase de la película de mi
vida, sería la música que Bill Conti compuso para Rocky. O Chariots of fire de
Vangelis, para darle al asunto su verdadera dimensión épica. Claro que si lo
pienso bien, si cierro los ojos y me dejo llevar hasta esa noche, la única
canción que suena en mi cabeza, es esta…
Comenten: ¿Recuerdan su primer beso? ¿Qué canción le pondrían como banda de sonido?
15-5 de Divididos tiene algo especial y hermoso en marzo.
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